La sinodalidad

Por: P. Armando González Escoto
Cincuenta y ocho años después del Concilio Vaticano II todavía es común escuchar el que muchos católicos se refieren a la Iglesia como algo ajeno y distinto a ellos, más bien identificable con el clero, el papa, los obispos.

A esa misma distancia del tiempo sigue siendo un hecho el que la mayoría de los católicos consideren que el apostolado no es una actividad que les compete a ellos, sino sólo a las personas consagradas. El católico solamente debe creer, portarse bien, recibir los sacramentos y dar limosna.

De igual manera, y en correspondencia, son también numerosos los sacerdotes que siguen considerando a los laicos como cristianos de segundo nivel, como meros colaboradores, a los que hay que asignar encargos a la hora de organizar una kermés, las pláticas presacramentales o el catecismo.

Subyace en la conciencia de todos la misma iglesia de estructura piramidal que se acuñó en la Edad Media, clericalizada, sacralizada, vertical y centralista, en oposición al modelo de la iglesia primitiva que era más bien concéntrico, es decir, todos los fieles, laicos y consagrados, giraban en torno de Cristo, fuente de vida, más que pináculo de poder, vivían todos desde su propio compromiso bautismal, y todos ejercían en la iglesia el ministerio al que habían sido llamados como un servicio, no como una “dignidad”.

Esta Iglesia concéntrica y cristocéntrica es justamente la iglesia sinodal, y lo debe ser no solo como una forma de trabajar sino sobre todo como una forma de ser, no es que hagamos sinodalidad, somos sinodalidad, en la medida que formamos parte del cuerpo místico de Cristo y eso nos hace comunión.

Esto no disminuye ni altera la constitución jerárquica de la Iglesia, sino que la fortalece, ya que en una iglesia sinodal la reflexión, la comunicación, y la identificación de soluciones ante los retos propios de la fe es algo que se realiza en comunión, razón por la cual, la toma de decisiones que compete a la jerarquía, deja de ser una acción solitaria que sólo afecta positiva o negativamente al pastor, para volverse una acción corresponsable.

El llamado concilio de Jerusalén, que se describe en el capítulo 15 del libro de los Hechos de los apóstoles es un suceso que se desarrolla de manera estrictamente sinodal, es la Iglesia, no sólo los apóstoles y los presbíteros, quien recibe, escucha, debate, y al final, una vez vivido la sinodalidad, quién es cabeza, en este caso, el apóstol Santiago, envía sus decisiones a nombre de los apóstoles, los presbíteros y los hermanos, es decir, de toda la iglesia, pues toda ella ha participado en la construcción de las soluciones.

Ciertamente vivir y actuar en sinodalidad supone no solamente una profunda formación eclesiológica, que no sólo se aprende, sino que se asume, exige además diversas condiciones, la primera y fundamental, dejarse guiar por el Espíritu, enseguida desarrollar la capacidad de escucha y de diálogo, honestidad a la hora de hacerlo y a la hora de tomar las decisiones correctas, en otras palabras, el pastor debe tener las cualidades que se esperan de un liderazgo cristiano. 

Ya existen en la iglesia algunas estructuras abocadas al ejercicio de la sinodalidad y respaldadas por el derecho canónico, tales como el consejo de pastoral y el de economía, lamentablemente muchas veces o no existen o son manejados al margen de lo que debe ser la sinodalidad.

Finalmente hay que considerar que la sinodalidad de las parroquias, y de las diócesis, no puede desarrollarse en contra de la comunión de la iglesia universal, o al margen de ella, de otra forma se pueden producir situaciones como la que actualmente vive la comunidad católica alemana.