“Corresponde a los diáconos, entre otras cosas, asistir al obispo y a los presbíteros en la celebración de los divinos misterios sobre todo de la Eucaristía y en la distribución de esta, asistir a la celebración del matrimonio y bendecirlo, proclamar el Evangelio y predicar, presidir las exequias y entregarse a los diversos servicios de la caridad” (Catecismo de la Iglesia Católica, 1570).
Entendido de esta manera, el diaconado no es solamente un paso intermedio hacia el sacerdocio, sino que ofrece a la Iglesia la posibilidad de contar con una persona de gran ayuda para las labores pastorales y ministeriales.
Un diácono puede bautizar, bendecir matrimonios, asistir a los enfermos con el viático, celebrar la liturgia de la Palabra, predicar, evangelizar y catequizar.
No puede, a diferencia del sacerdote, celebrar el sacramento de la Eucaristía (misa), confesar o administrar el sacramento de la unción de los enfermos.
Su ayuda es invaluable, especialmente en nuestros tiempos en que hacen falta tantas personas que ayuden al sacerdote en todas las labores encomendadas.
Como en el caso de los sacerdotes, sólo el varón bautizado recibe válidamente la sagrada ordenación para acceder al diaconado. Y esto es así, porque Jesús eligió a hombre (viri en latín) para formar el colegio de los doce apóstoles.